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Nunca se sabe[LT1]
José Manuel Caballero Bonald
La polvareda,
estacionada a media altura sobre el tramo de grava de la carretera, se
precipita en busca del coche, enroscándose en el embudo que iba formando el
brusco desplazamiento del aire, mientras volvía a sentir los ramalazos del
calor taponando la distancia, obstruyendo el campo visual con una especie de
incandescente y desolado muro de contención. De modo que lo único que podía
hacer era espiar con agobiante encono los arcenes de la carretera, intentando
descubrir algún lugar propicio para poder recuperarme un poco, si es que
todavía estaba en condiciones de admitir sensatamente esa posibilidad. Accioné
entonces (me parece que fue entonces) el botón de la radio y se me echó encima
una espantosa red de voces inarticuladas e instrumentos de percusión, entre
cuya maraña creí distinguir la gangosa quejumbre de la ninfa negra, cosa que me
resultó aún más intolerable y me obligó, en un súbito relampagueo de lucidez, a
interceptar aquel hediondo reguero de música que abastecía con nuevas bocanadas
de desazón el horno del coche. Posiblemente en ese momento (cuando volvió a
hacerse audible el motor) empezaron a menudear algunas manchas de juncia, cuya
simple propuesta de alivio desvaneció un punto el fétido y abrasado aliento del
pedregal que había venido atravesando durante no sabía ya cuánto tiempo. A poco
trecho de allí, al trasponer un imprevisto cambio de rasante, se me entró por
los ojos un fogonazo de verdor y sentí como el glandular barrunto de una proximidad
de agua. No sé si frené entonces para vigilar mejor algún desvío cercano a
aquella precaria umbría, pero lo más seguro es que acelerara porque (creo que
simultáneamente) adiviné más que vi un calvero orillado de una polvorienta
cerca de evónimos, con un cobertizo lateral de podridos puntales, no de muñones
hundidos en la ciénaga de Estigia, y allí me arrimé acometido de un confuso
automatismo, con todo el cuerpo chorreante y como entumecido por esa
delectación en la tortura que precede al letargo. El sombrajo de cañizo estaba
separado de la puerta del ventorro por una veintena de pasos. Algo viscoso y
ululante (como una lengua de amianto al rojo, por ejemplo) me lamió ferozmente
la cara cuando bajé del coche. El ventorro era de una sola planta y los
blanqueados ladrillos de las paredes estaban mordidos de pequeños derrumbes y
tumefactos orificios, circunstancia ésta que favorecía la suposición de que
allí debían estar depositándose los pavorosos residuos de los cuerpos
calcinados por el calor, fermentados ya en la atroz gusanera de la memoria. Una
asfixiante racha de viento sacudió la puerta justo en el momento en que iba a
abrirla. Sospecho que hasta que no me encontré delante del mostrador y me acodé
en él para pedir un uisqui con mucho hielo, no empecé a ver claro o, mejor, a
distinguir entre la evidencia de estar en aquel desconocido sitio y la
eventualidad de seguir obnubilándome bajo la insolación. Era como si me librase
con despiadada lentitud de esa tórrida pella de ahogo que había estado actuando
sobre cada poro de mi cuerpo, con una voraz e ininterrumpida violencia, por
espacio de un ya inconmensurable número de horas. El camarero hablaba con un
hombre sin nariz que estaba apoyado contra la pared medianera, al otro extremo
del mostrador. No se acercó cuando le pedí el uisqui ni tampoco me miró cuando
machacaba un irreconocible trozo de hielo y destapaba una botella de aspecto
por lo menos fatídico. El hombre sin nariz cambió de postura: se apoyó de lado
en el tabique y se restregó agresivamente un zapato con el talón del otro; daba
una urgente impresión de desamparo, como si le hubieran amputado
inadvertidamente el perfil. Creo recordar que me tomé de un trago aquella
basura con hielo y que sentí en el estómago el arañazo del hielo, a la vez que
ese mismo arañazo me latía dolorosamente entre las sienes y la nuca. Me fui
para el retrete sin preguntar dónde estaba, previendo que iba a averiguarlo sin
equivocación posible, y vi entonces entrar a dos camioneros que se sentaron en
una mesa situada entre el recodo del mostrador y lo que tenía que ser la puerta
del retrete. Uno de ellos tuvo que apartar su silla para que yo pasara, si bien
el espacio que dejó practicable difícilmente podía ser salvado sin ostensibles
esfuerzos de contracción muscular. Oí que hablaban de un accidente que había
ocurrido por allí cerca o eso fue lo que me pareció entender, ya que, debido
posiblemente a la particular acústica de aquel rincón del local, las voces me
llegaban como a través de un tubo. El retrete era angosto, si es que se puede
llamar angosto a un cubículo donde malcabían un lavabo de leproso cuenco y una
letrina adosada a un poyo, con su mefítico boquete central y sus resaltes
limosos para los pies. Me eché agua en la cara y luego oriné mirando al techo y
sin secarme el agua de la cara. El espejo no era sino una minúscula y opaca
lámina de purulento azogue: no conseguí encontrar ningún resquicio donde poder
mirarme; una sombra con telarañas se me acercó del otro lado al tiempo que yo
me acercaba a ella, eso fue todo. Cuando regresé al mostrador, el hombre sin
nariz había sido subrepticiamente reemplazado por un muchacho a quien le
sobraba buena parte de la suya, grotesco episodio que no dejó de producirme
cierta inquietante confusión. El muchacho movía la boca sin cesar y sin motivo
aparente y llevaba una camisa estampada, de largos faldones, abierta y flotante
por fuera del pantalón. Juzgué discreto no pedir otro uisqui o lo que fuera:
sabía que me iba a sentar mal y todavía me quedaba por cubrir un trayecto ciertamente
alarmante, suponiendo que siguiera conservando esa mínima dosis de exasperación
que necesitaba para no desertar. Pero tampoco me decidía a reemprender el
camino: el hielo continuaba circulándome punzantemente de un conducto a otro de
la cabeza y tenía el pecho como agarrotado por un émbolo de humo y de sofoco,
cargado y vaciado allí dentro una y otra vez. El muchacho de la camisa
estampada se fue pausadamente hacia la radiola, que quedaba por detrás de la
mesa de los camioneros. En cualquier otra circunstancia, me habría percatado en
seguida (suele ocurrirme) que esa operación respondía a la puesta en marcha de
un resorte que había permanecido deliberadamente interceptado desde que el
dueño del ventorro procedió a la compra de la radiola. Entiendo, sin embargo,
que tal vez convenga buscar a este respecto una prefiguración motriz de más
inmediato alcance: es decir, que el muchacho de la camisa estampada se dirigía
hacia la radiola ajustándose a la transmisión de unos hechos cuyo engranaje
había sido rectificado, pongamos por caso, en el preciso momento en que
emprendí el viaje en coche o, más niveladamente, cuando decidí refugiarme en
aquel ventorro. Tiendo a dar una muy particular importancia a estos mecanismos
de sustitución de la voluntad; a veces, retrocediendo por la gradual
constatación de actos de tan pueril naturaleza como el que me ocupa, he
obtenido muy sorprendentes conclusiones relacionadas con mi innata curiosidad
por la nigromancia. Ahora estaba sucediendo algo presumiblemente similar a lo que
ya había experimentado en otras ocasiones, aunque sin tamaña clarividencia.
Sabía, por lo pronto, con una certeza sobre la que no hubiese admitido la menor
objeción, que el muchacho de la camisa estampada no llegaría a la radiola, al
menos en aquel instante en que todo hacía prever que llegaría. Algo iba a
suceder indefectiblemente: no una conmoción anómala esta vez, desde luego, ni
ninguna otra supuesta interferencia satánica (que eran los motivos más
frecuentes), sino una simple y fortuita posibilidad de opción intercalada en el
normal y rutinario despliegue de los acontecimientos. Me importa mucho
convencerme de que me explico con suficiente rigor; es de las cosas que más me
importa, sobre todo porque no existe poder alguno (de ninguna clase) que pueda
ayudarme a potenciar ese convencimiento. De manera que el muchacho de la camisa
estampada se detuvo a un paso de la radiola y, justo entonces, volvió la
condenada cabeza de oligofrénico que tenía a uno y otro lado, yo diría que
atónito, se pasó el revés de la mano por la pringosa frente y se desvió con
ridícula jactancia hacia la mesa donde estaban los camioneros. Hasta ahí llega
mi facultad premonitoria. Tal vez oyó algo, o bien lo olfateó, que pudo
soliviantar un viejo y dormido interés suyo por el riesgo de las aventuras
ocultas. Uno de los camioneros parecía extenuado y tenía los ojos guarecidos de
tupidas hebras de sangre; no miró al muchacho de la camisa estampada cuando
éste se acercó y, sin que mediara ninguna invitación previa, arrimó una silla a
la mesa, la hizo girar sobre una pata y se sentó a horcajadas, apoyando sus
brazos en el espaldar mientras decía: ¿qué, le damos al manubrio, macho?, a lo
que no respondió directamente el camionero extenuado, sino que, después de
mirar a su compañero, emitió un resoplido aproximadamente descomunal y masculló
algo que muy bien podía identificarse con un erupto de león o con la palabra
mierda. El otro camionero dijo: pon ahí ese disco de uno a quien le rompieron
la jeta, anda. Y el muchacho de la camisa estampada: oiga, que aquí no se ha
insultado a nadie, pero ya el camarero se acercaba a preguntarle lo que iba a
tomar y él dijo que lo que iba a tomar era un carajillo con más carajo que
café. No llegué a enterarme de lo que el camarero le respondió porque entonces
empezó a gotear del techo y a correr por las agusanadas junturas de mugre de la
solería un líquido con cierta consistencia a jugo de carne corrupta, a eso era
a lo que más se parecía incluso en el hedor, con unos sanguinolentos coágulos
flotando en las lagunillas que se iban
formando en el piso. Y fue en ese trance cuando apareció, no sé de qué suntuosa
guarida, de qué espléndida covacha del verano, la angélica y churretosa
hermosura de una adolescente (no desnuda del todo) diciendo lo siento mucho, a
ver si alguien va a mancharse de grasa, es que se ha reventado el caldero de la
comida que estaba cociendo en el aljarafe. No la idea del hirviente y
nauseabundo caldero volcado encima mismo de donde estaba (sin el más remoto
propósito de escalar los muros, por supuesto), sino la sola presencia de
aquella sucia y bellísima portadora de misivas infernales, me reincorporó al
vértigo de intentar de nuevo traspasar la intraspasable plancha de calor que me
separaba del coche y por la que se internaría ella (la turbadora mensajera de
los lémures) para comunicarnos entonces a las cuadrillas de picapedreros que ya
estaba lista la comida. Mi desplazamiento hacia la parte del mostrador que no
había sido alcanzada por la inmundicia coincidió con la subida de tono de la
voz de uno de los camioneros (el menos extenuado) que decía: un respeto, ya ha
oído aquí a mi compañero, y yo se lo repito para que lo entienda de una vez,
que tenga un respeto, que éste lo vio todo por el retrovisor y nos bajamos,
claro; un desastre, fue lo que se dice una atrocidad. Bueno, de acuerdo, dijo
el muchacho de la camisa estampada, suelte ahí un duro y le coloco en la
máquina una pieza de entierro; yo soy así para mis cosas, me hago cargo de lo
que pasa, ¿o no me hago cargo? Y dijo el camionero extenuado: ea, se acabó, ya
está bien o se lo voy a tener que decir de otra forma, se acabó. El camarero
pareció salir un punto de la modorra que lo tenía nuevamente derrumbado sobre
la pileta, buscando con la cara la pestilente frescura del cinc, y ya lo está
oyendo, dijo con un aburrimiento insufrible. Y el otro camionero: hay que
fastidiarse, leñe; estamos que no se nos quita la impresión de encima y aquí el
joven tiene ganas de candela, dale que te pego. Yo, en el fondo, casi me ponía
de parte del muchacho de la camisa estampada, me figuro que porque se había
subordinado (no sin ciertos agresivos reajustes, debo reconocerlo) a la
consternadora dinámica de la sustitución de la voluntad, maniobra que, según es
notorio, ha puesto en peligro más de una vez al protagonista. Y en esto, una
vieja desdentada y de hirsuta pelambre de gorgona asomó su furibundo rostro por
la andrajosa arpillera que cubría un hueco al otro lado del mostrador, y desde
allí, con las fauces sumidas y asomando una garra, le gritó al camarero: a ver
si te espabilas, criatura, que estás pasmao, ¿qué es lo que pasa ahí? Pero la
criatura ni se esforzó en volverse hacia quien así le hablaba, limitándose a
enderezarse con enojosa indolencia y a deslizar tediosamente sus manos desde
los costados a las nalgas. Y ya volvía a divulgarse por el asfixiante recinto
el ladrido de la gorgona: lo que hay que aguantar; te vas, si quieres, ya estoy
harta; para eso, igual si estoy yo sola, a lo que replicó el camarero que no
iba a caer esa breva, comentario que no mereció exactamente el beneplácito de
la gorgona, la cual salió manoteando y con la perversa intención de arrastrar
al camarero a su cubil, no mordiéndolo, creo, sino sometiéndolo a una
vergonzante sucesión de empellones, sólo interrumpidos cuando entraron en el
ventorro dos ciudadanos con irreprochable traza de alguaciles. Los dos pidieron
naranjadas y los dos las consumieron a la vez y despacio, hasta tal punto que
llegué a imaginarme que eran una sola persona duplicada por algún delirante efecto
óptico. Sólo se escuchaba el trasiego del líquido (aliado al miserable jadeo de
la gorgona) y la ya casi imperceptible voz del camionero extenuado: así que los
tres se han quedado ahí muertos absolutos todos los ocupantes de los dos coches
zas el que venía por su lado y el que se le echó encima si hubiera habido más
ocupantes más muertos seguro nos bajamos pero allí ya no había nada que hacer
una cosa horrible o sea que nos dijo la pareja que nos viniéramos aquí por si
hacía falta echar una mano en lo del traslado. Sentí que me ardían las rodillas
con un enojoso ensañamiento y vi entonces salir de una de las botellas de
naranjada una larva marrón, no, un vómito de plantas monocotiledóneas (no
muchas, es cierto) que se iban depositando entre las greñas de la gorgona, sin
que ella ni nadie de los que estaban cerca se diesen por enterados. Uno de los
alguaciles se asomó a la puerta con fingido formulismo cuando se oyó una
sirena, cercana o lejana, enroscándose en los graves para volverse a desanudar
en los agudos, un mugido agónico de buey confundiéndose con la acuciante
lamentación nasal de la ninfa negra, que ahora volvía a medio escucharse
después de que el muchacho de la camisa estampada había logrado manipular en la
radiola. El círculo se cerraba: era el momento previsto para que se produjese
esa confluencia, es decir, para que la pieza que faltaba se incorporase a la
maquinaria y pusiese en funcionamiento la cadena de actos que había quedado
interrumpida poco antes. Dada la exactitud de mis predicciones, estaba casi
decidido a pedir otro uisqui con mucho hielo e incluso a compartir la ínfima
tolerancia de la bebida con el muchacho de la camisa estampada. La voz asexuada
de la ninfa negra me sometía, sin embargo, a una absoluta incapacidad para
proceder a desembarazarme de la cegadora tenaza del calor. Fue entonces cuando
el coche se me fue a un lado, ya a la vista de una escuálida cerca de evónimos,
y giré bruscamente el volante. No tuve tiempo de encontrarle una mínima
coherencia a la terrible estupidez que iba a desencadenarse: lo único que intuí
es que era virtualmente imposible evitar la embestida contra el coche que venía
en sentido contrario. Sentí un empujón brutal y como un latigazo de fuego
dentro de los ojos. Algo que goteaba del techo me llenaba la boca o, al revés,
algo salía de mi boca que empapaba el techo. Hacía, efectivamente, un calor
terrorífico. Uno de los camioneros levantó los ojos tupidos de espanto y miró
al indefenso muchacho de la camisa estampada. Llamé otra vez al camarero, pero
ya no me oía entre aquel caótico estruendo que se iba catapultando hacia el
fondo del pedregal.
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