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Lydia Cabrera
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n pobre hombre que vivía de
su trabajo murió sin dejarle nada a su hijo. Éste, que era un mozalbete, se
debatía en la miseria, y su padre, desde el otro mundo, penaba por él viéndolo
sin amparo, siempre vagabundo, comiendo unas veces, otras enfermo. Además,
tampoco comía el difunto.
Al fin, el
padre pudo enviarle un mensaje con un “Onché—oro” —un correo del cielo, que iba
a la tierra.
—Dígale a mi
hijo, le pidió, que sufro mucho por él, que quiero ayudarlo y que me mande dos
cocos.
Onché—oro buscó
al muchacho, le transmitió el recado de su padre y éste, encogiéndose de
hombros, le dijo:
—Pregúntale a
mi padre dónde dejó los cocos para mandárselos.
Cuando el
difunto escuchó la respuesta de su hijo, trató de disimular, y dijo quitándole
importancia a aquel desplante:
—¡Cosas de
muchacho!
Pero al poco
tiempo volvió a encomendarle al Onché otro recado para su hijo. Esta vez el
difunto le pedía un gallo.
—¿Dónde dejó mi
padre el gallinero para que yo le mande el gallo que me pide?
El correo le
repitió al padre textualmente las palabras del hijo.
Pocos días
después, Onché—oro volvió a presentársele al joven. Su padre le suplicaba esta
vez que le mandase un agután, un carnero.
—¡Está bien!,
dijo el muchacho sin ocultar su cólera. Si no hay para cocos ni para gallo, ¿de
dónde diablos cree mi padre que voy a sacar el carnero? Nada me dejó, nada
tengo, ¡nada...! pero no se vaya, espere un momento.
Entró en su
covacha, cogió un saco, se metió dentro, amarró como pudo la abertura, y le
gritó:
—¡Venga y
llévele a mi padre este bulto!
El correo lo
cargó y se lo llevó al padre, que al vislumbrarlo desde lejos con su carga a
cuestas, dio gracias a Dios.
—¡Al fin mi
hijo me envía algo de lo que he pedido!
Los Iworo y los
Orichas que estaban allí reunidos en Oro esperando el carnero, desamarraron el
bulto para sacar al animal y proceder al sacrificio, pero quedaron
boquiabiertos al encontrar una persona en vez del carnero que esperaban.
—¡Estás
perdido, hijo mío!, sollozó el padre.
Los Orichas le
dijeron al muchacho indicándole una puerta cerrada:
—Abre esa
puerta y mira.
Y allí
contempló cosas aún más portentosas.
—¡Todas eran
para tí!, le explicó el padre. Para dártelas te pedí el carnero.
El joven
arrepentido y muy apesadumbrado, le suplicó que lo perdonara y le prometió
mandarle enseguida cuanto había pedido.
—¡Qué lástima!,
le respondió el padre, ya no puedo darte cuanto quería. Tú no podías ver las
cosas del otro mundo, pero haciendo “ebó”, tus ojos hubieran obtenido la gracia
de ver lo que no ven los demás, y te hubiera dado lo que has visto. Ya es
tarde, hijo, y lo siento, ¡cuánto lo siento!
Y así fue, cómo
por ruin y por desoír a su muerto, aquel joven perdió el bien que le esperaba y
la vida.
PATAKI DE OFUN
Extraído de YEMAYÁ Y OCHÚN. KARIOCHA, IYALORICHAS Y OLORICHAS
Lydia Cabrera
Amanecer
Vudú. Valdemar Antologías 3
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