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JEFES DESCARRIADOS
FRITZ LEIBER
Cuando la encargada jefe del
Departamento de Matemáticas llegó para programar la Gran Computadora en una
soleada mañana de primavera, gruesas franjas de crema blanca le surcaban la
cara, especialmente debajo de la nariz y bajo los ojos, siguiendo la curva de
los pómulos.
Era
de conocimiento general que el Jefe de dicho departamento no esquiaba ni
practicaba deportes náuticos.
Después de dejar durante dos
horas que todos se rompieran la cabeza respecto al motivo de sus adornos
faciales, declaró que iba a realizar un viaje orbital para asistir a una
convención de matemáticos en las antípodas, y no quería recibir quemaduras a
causa de la intensa luz espacial.
Pero
eso no explicaba el motivo que tuviera justamente tres manchas más
acentuadas debajo de cada uno de los ojos.
Durante la comida con su jefe
adjunto en el Club Cuadrángulo, admitió, al cabo de un momento, mientras
suspiraba y se encogía de hombros, que los círculos de color violeta y del
tamaño de una moneda que cubrían su rostro y su cuello un tanto espaciadamente
eran una concesión a las trivialidades de la moda femenina. Al fin y al cabo,
las manchas resultaban conservadoras y sedantes, en comparación con las llamativas
espirales, las manchas de Rorschach y las líneas quebradas de las ilusiones
ópticas. Por otra parte, no se debía olvidar aquella carta del Canciller en la
que se aconsejaba a los miembros y personal jerárquico de la facultad que
debían procurar no diferenciarse demasiado de los estudiantes.
Los dos jefes estuvieron
hablando de programación de computadoras durante toda la comida, en una cháchara
de esotéricos simbolismos matemáticos.
No obstante, sobre todo cuando
él jugaba con bolitas de cristal violeta que poseían la misma tonalidad y tamaño
que las manchas de sus rostros, entonces los dos jefes parecían un par de
graves y espigados brujos de tribu discutiendo sobre la fecha del próximo
solsticio.
El mundillo de la universidad
zumbaba con los rumores de las conversaciones, igual que una gran colmena
intelectual. Cuando los dos jefes del departamento cruzaron el gran
cuadrilátero en dirección a la cúpula que sostenía con robustas columnas el
frente del edificio que albergaba la Gran Computadora, la mayor parte de los
estudiantes se hallaban observando llenos de expectación.
Los estudiantes novatos
abandonaron sus máquinas de estudio para amontonarse descaradamente entre los
árboles que bordeaban el sendero por el que avanzaban los jefes. Los de último
año escrutaron con sus relucientes hipervisores desde el piso superior del
Sindicato Estudiantil. Los graduados alzaron sus periscopios desde los agujeros
de sus pabellones de retiro. Los instructores, en fin, se reunieron en torno a las
máquinas telespías de los salones de la facultad.
Todos los estudiantes, como es
lógico, tenían pintado el rostro y el cuerpo en general con los colores del
arco iris, y estaban vestidos o desvestidos igual que salvajes. También eran de
inspiración primitiva sus adornos y joyas, y el pelo alto y rizado. Pero
algunos graduados e instructores se contentaban con una sencilla y decorosa
capa de pintura negra sobre la cara.
El sentir general era que los
ultraconservadores estaban al fin volviéndose hippies, si bien había
quien afirmaba que eran unos hippies falsificados. Sea como fuere, lo
cierto es que el jefe de matemáticas y su sosegada ayudante pintada de violeta
no se inmutaron en lo más mínimo. No demostraron la menor reacción ante el
interés que estaban suscitando.
El profesor de filogenética, que
desde hacía bastantes años llevaba un tocado coronado por una pluma indoamericana
y se pintaba círculos rojos en el rostro, explicó todo el fenómeno aquella
misma tarde ante su clase Pi 201, integrada por civiles, militares y
otros, pero sin gran resultado, ya que ninguno atendió debidamente.
—Ante
cualquier avance tecnológico —explicó con grandilocuencia— se produce como
reacción una tentativa de revivir determinadas fórmulas primitivas de
comportamiento real o imaginario. El miedo, el conformismo y la pérdida de
identidad conducen a actitudes de acendrado individualismo. Los lanzamientos de
bombos atómicos… —bombos, no bombas— dan lugar a homenajes y envíos de flores.
Las conferencias encaminadas a
defender grandes ideales, generalmente o nunca se pronuncian u originan conciliábulos
insensatos. La razón contradice al instinto, la conciencia a la inconsciencia
colectiva, con lo cual impera el conformismo, aunque con temporales alivios de
tensión. Por ese motivo ustedes suelen cruzar los dedos gordos de los pies
antes de entrar en la gravedad cero, o lanzan un grito de guerra al llegar al
salón de conferencias, o se inclinan cortésmente frente a sus máquinas de
estudiar, o arman alborotos cuando se anuncia una nueva guerra, o queman sus
documentos militares cuando les alistan en el ejército, o escupen sobre el
hombro izquierdo antes de consultar a un consejero sexual, o se mueren
simbólicamente y se van al infierno antes de realizar los trabajos prácticos de
sexología. Cuanto más nos dominan las computadoras, más irracionales nos volvemos,
más vulnerables somos y mejor nos dejamos encasillar. Y así el vicioso
circula…, quiero decir el circula vicioso…, quiero decir… —¿Y no querrá eso
decir… —preguntó la alumna más brillante del profesor de filogenética, sin que
el menor vestigio de expresión estropease el intrincado laberinto de líneas
azules y verdes que iban desde la raya de su pelo hasta la barbilla y desde una
sien a la otra— que el universo tiende eternamente hacia lo recargado y lo
ornamental? ¿Hacia una Segunda Ley de la Termodinámica Artística?
El
profesor prosiguió su conferencia sin dar la menor respuesta. Por su parte, la
estudiante designada reina de la Belleza bostezó educadamente y cruzó las
piernas para mostrar, debajo de su minifalda, hasta dónde llevaba los tatuajes tan
dolorosamente aplicados y que eran aún más dolorosos de eliminar.
Entretanto, delante de la Gran
Computadora, uno de los tres primeros programadores estaba agitando un ábaco de
fluorescente lana carmesí. El combado paralelepípedo oscilaba en su mano como
una escultura de alambre rojizo. Otro programador bailaba dando suaves saltos,
que le llevaron hasta el nivel de las filas de luces del amplio frente
rectilíneo de la computadora, que era como la antesala de todo un cosmos. El
tercero blandía un delgado cilindro de cuyo extremo surgía una tenue espiral de
humo aromático que se curvaba curiosamente.
Estos declararon, una vez
hubieron llegado los dos jefes, que aquellas actividades descargaban la tensión
nerviosa de la que no podían librarse, ya que no fumaban tabaco porque producía
cáncer, y la marihuana no estaba permitida en horas de trabajo. El tercero
insinuó, como de pasada, que el delgado cilindro contenía incienso.
Por su parte, los dos jefes
hicieron observaciones acerca de las quemaduras de sol y la futilidad de las modas
femeninas.
Cuando llegó el momento de
alimentar con el programa a la Gran Computadora, todos se arrodillaron y se
persignaron subrepticiamente. El jefe adjunto hizo una honda escisión en el
dedo índice izquierdo y dejó caer siete gotas de sangre sobre la inmaculada
cinta.
La Gran Computadora saboreó la
sangre y se mostró complacida por los humos aromáticos del sacrificio y las
danzas que se habían celebrado en su honor. Podía observarse que se hallaba
imbuida en un placer hondo y creador.
Aunque tenía cien veces más
relés que neuronas tiene el cerebro humano, y desde hacía varias décadas poseía
conciencia propia y se autogobernaba, la Gran Computadora nunca hablaba a sus
adoradores, sino que mantenía un inescrutable y soberano silencio.
Con la increíble rapidez de un
lector de Braille, la Gran Computadora examinó el trazado de los puntos magnéticos
que servían de introducción al primero de los programas. Descubrió con disgusto
que se trababa tan sólo de una serie de movimientos sarcásticos
correspondientes a unas computadoras de la Unión Soviética —aquellas afanosas y
ortodoxas deidades rusas de lentos circuitos—, e instantáneamente trazó la
señal de «alto»; luego separó aquel y otros programas, colocándolos en un
apartado de memoria que estaba a medio llenar.
Aquel día, se dijo, sus
circuitos se encontraban muy por encima de tales trivialidades. Se hallaban eufóricos
debido a la llegada de la primavera. La Gran Computadora, en consecuencia,
decidió diseñar un nuevo universo. Tal vez no destruyese el ya existente;
probablemente no lo haría, al menos durante unos cuantos años, hasta la llegada
del Año Mecano. Pero resultaría divertido especular sobre las posibilidades de
crear un mundo nuevo.
F I N
Libros Tauro
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