ESTAR ACTUALIZADO CADA DIA
LA
ABURRIDORA
Vivir
solo no es tan fácil. Es más bien triste y desolador. Y hay días, como el de
ayer, en que allí anda uno, pensando en los hijos y en la propia soledad todo
el tiempo. Uno se vuelve como un cántaro vacío y hueco, en donde cada uno de
los problemas cotidianos cae, y el eco que se oye hace que el problema parezca
más grande de lo que en realidad es. Y entonces me llaman los misioneros
pidiéndome que si puedo acompañarlos para visitar familias a las seis de la
tarde. Les agradecí que me dejaran acompañarlos: es ese tipo de compañía la que
necesito, por cierto.
Fui a la capilla, llegaron los misioneros, nos dividimos. Con el élder con el que fui no tuvimos mucho éxito: las dos referencias se vinieron abajo. Pero lo interesante fue lo que vino después: al final, (uno diría que por azar, salvo que no existe el azar) en la noche helada de calles vacías nos encontramos en la calle a dos investigadores que no habían podido encontrar en su casa y, si bien no dimos ninguna charla, la verdad es que les compartimos alguna escritura, les animamos a seguir leyendo, a ir a la capilla mañana. Dos contactos en la noche, no es poca cosa y aunque sus historias son muy interesantes, hoy no voy a hablar de ellos, por lo que sigue:
Fuimos a la capilla a esperar a su compañero, que quién sabe por qué se retrasó media hora. Y mientras esperábamos, pasó una familia. Los saludamos, y les invitamos a entrar en la capilla, nada más para que la conocieran. Una vez adentro, el élder les mostró el salón sacramental, y les habló de los sacramentos y de la Expiación de Cristo. Y así, en cada parte de la capilla, en un cuadro, en un pasillo, aprovechaba para hablarles de algo espiritual. Era de veras un misionero extraordinario, porque de cada pretexto, pero sin forzar las cosas, les daba un muy poderoso mensaje espiritual. Cuando llegamos al fin de la iglesia, el hermano (es manco, le falta el brazo derecho) nos contó su historia. Trataré de contarla, muy resumida y en orden cronológico:
Él estaba trabajando en su labor más allá de La Junta, ya llegando a Papigochi, con su tractor, cosechando maíz. Entonces se atascó la máquina, él se bajó a ver, y al desatascarla, la máquina atrapó sus dedos, y los jaló y trituró. Luego la mano, luego el antebrazo. Desgarraba los tejidos y, cuando llegaba al hueso, le daba un tirón. Trituraba el hueso, entonces agarraba tejido, con la sangre la banda se patinaba, desgarrando tejido, hasta que llegaba al hueso, y daba otro jalón. Y así, centímetro a centímetro. Mientras tanto, él se agarraba del tractor, jalando para que la banda no lo jalara por completo. Su esperanza era que cuando llegara al codo, él pudiera jalar con la fuerza como para romper sus músculos y salvarse. Pero no: siguió jalándolo, triturando su brazo. Cuando iba a la mitad del bíceps él comprendió que seguiría el hombro, la cabeza, y finalmente moriría. Entonces --tan fuerte era su dolor-- decidió soltarse, y dejar que la máquina lo matara. Antes de hacerlo decidió hacer una oración. Me llamaron la atención sus palabras: "Padre, en tus manos encomiendo mi vida". Que no es igual, pero qué semejante es, a lo que dijo el Señor desde la cruz.
En ese instante la máquina se detuvo. Pero él seguía atascado. A unos seiscientos metros estaba su vecino, cortando leña con su hijo. Con lo que le quedaba de fuerzas dio el grito más fuerte que había dado en su vida. Sus vecinos corrieron a ayudarle, alarmados por la fuerza del grito. Lo que sigue puede resumirse en una serie de milagros (o, para el incrédulo, en una serie inverosímil de coincidencias imposibles) que le salvaron la vida: desde el llegar al hospital, el que allí encontrara a una persona que había visto solo una vez antes, más de diez años atrás, que lo ayudó a que lo trasladaran a otro hospital, donde murió y los médicos lo revivieron, la manera en que abrieron de nuevo sus vasos capilares, a lo que siguió un coma de una semana, y finalmente vivir para contarla.
Pero la historia no termina allí. Este buen hombre dio un giro a su vida. Más de una persona le dijo: es imposible que estés vivo. Son demasiadas coincidencias. Tu vida tiene que tener un propósito: debes buscar a Dios. Y, en efecto, se dedicó a eso, a buscar a Dios: dejó los vicios, las mujeres, su vida se hizo otra. Empezó a ir a misa cada domingo. Pero se dijo: "Esto no me llena: no siento que de verdad me acerque a Dios", así que fue con los Testigos de Jehová, y tampoco. Fue de iglesia en Iglesia, hasta que una vez fue con su hijo a una iglesia cristiana. Entonces tuvo la experiencia que cambió su vida. Trataré de resumirla todavía más, a ver si resumiéndola mucho no la simplifico hasta ridiculizarla, pero simplemente yo no podría transmitirla con la fuerza con que él la cuenta.
Estaba en la iglesia, el pastor pide que se pongan de pie para orar. Todos cierran los ojos, por alguna razón a mitad de la oración él los abre, y ve que allí está El Salvador, a un lado del pastor, mirándolo mientras ora. El simple hecho de que me diga que la túnica de Jesús era de un color azul y blanca, muy intensa, como el cielo limpio y las nubes, hace que yo no crea en la experiencia. Teológicamente hablando es incorrecta: El Señor no usaría túnicas azules, pero bueno, volvamos a este buen hombre:
Él observaba al Señor, observando al pastor de la iglesia, y él deseaba que Jesús volteara hacia la congregación, que lo mirra a él, de frente, a él directamente. Pero no: cuando El Señor miró hacia la feligresía lo hizo mirando a todos, no a él, y entonces desapareció. Y ahora él está visitando las iglesias que puede tratando, de alguna manera, que Jesús lo mire directamente a él.
Yo no sé. No puedo creer en una experiencia de ese tipo, porque simplemente no concuerda con lo que las Escrituras hablan de la naturaleza de los seres exaltados y de su relación con nosotros, pero no pongo ni tantito en duda que este buen hombre de verdad cree lo que dice. Y más que hablar de cómo terminó el diálogo con este buen hombre, pienso en mí. En cuántas veces he sentido esa necesidad de que El Señor, de alguna manera, me mire a mí: de sentir que Dios vive, y que me ama. No lo sé, creo que es una necesidad en todo ser humano. Sin ir más lejos, de eso hablaba en el primer párrafo de esta entrada, ¿no? Yo no sé, querido descendiente: hijo, nieto, no sé quién eres tú, que me lees, pero sí te puedo decir una cosa: cuando he tenido hambre de estar cerca del Padre, solo hay dos maneras de hacerlo: 1. Leyendo las Escrituras, orando. Eso hace que Él me escuche y yo le escuche. Eso nos comunica. 2. Dando servicio a mis semejantes. Eso hace que uno pueda en verdad estar en comunión con Él.
Fui a la capilla, llegaron los misioneros, nos dividimos. Con el élder con el que fui no tuvimos mucho éxito: las dos referencias se vinieron abajo. Pero lo interesante fue lo que vino después: al final, (uno diría que por azar, salvo que no existe el azar) en la noche helada de calles vacías nos encontramos en la calle a dos investigadores que no habían podido encontrar en su casa y, si bien no dimos ninguna charla, la verdad es que les compartimos alguna escritura, les animamos a seguir leyendo, a ir a la capilla mañana. Dos contactos en la noche, no es poca cosa y aunque sus historias son muy interesantes, hoy no voy a hablar de ellos, por lo que sigue:
Fuimos a la capilla a esperar a su compañero, que quién sabe por qué se retrasó media hora. Y mientras esperábamos, pasó una familia. Los saludamos, y les invitamos a entrar en la capilla, nada más para que la conocieran. Una vez adentro, el élder les mostró el salón sacramental, y les habló de los sacramentos y de la Expiación de Cristo. Y así, en cada parte de la capilla, en un cuadro, en un pasillo, aprovechaba para hablarles de algo espiritual. Era de veras un misionero extraordinario, porque de cada pretexto, pero sin forzar las cosas, les daba un muy poderoso mensaje espiritual. Cuando llegamos al fin de la iglesia, el hermano (es manco, le falta el brazo derecho) nos contó su historia. Trataré de contarla, muy resumida y en orden cronológico:
Él estaba trabajando en su labor más allá de La Junta, ya llegando a Papigochi, con su tractor, cosechando maíz. Entonces se atascó la máquina, él se bajó a ver, y al desatascarla, la máquina atrapó sus dedos, y los jaló y trituró. Luego la mano, luego el antebrazo. Desgarraba los tejidos y, cuando llegaba al hueso, le daba un tirón. Trituraba el hueso, entonces agarraba tejido, con la sangre la banda se patinaba, desgarrando tejido, hasta que llegaba al hueso, y daba otro jalón. Y así, centímetro a centímetro. Mientras tanto, él se agarraba del tractor, jalando para que la banda no lo jalara por completo. Su esperanza era que cuando llegara al codo, él pudiera jalar con la fuerza como para romper sus músculos y salvarse. Pero no: siguió jalándolo, triturando su brazo. Cuando iba a la mitad del bíceps él comprendió que seguiría el hombro, la cabeza, y finalmente moriría. Entonces --tan fuerte era su dolor-- decidió soltarse, y dejar que la máquina lo matara. Antes de hacerlo decidió hacer una oración. Me llamaron la atención sus palabras: "Padre, en tus manos encomiendo mi vida". Que no es igual, pero qué semejante es, a lo que dijo el Señor desde la cruz.
En ese instante la máquina se detuvo. Pero él seguía atascado. A unos seiscientos metros estaba su vecino, cortando leña con su hijo. Con lo que le quedaba de fuerzas dio el grito más fuerte que había dado en su vida. Sus vecinos corrieron a ayudarle, alarmados por la fuerza del grito. Lo que sigue puede resumirse en una serie de milagros (o, para el incrédulo, en una serie inverosímil de coincidencias imposibles) que le salvaron la vida: desde el llegar al hospital, el que allí encontrara a una persona que había visto solo una vez antes, más de diez años atrás, que lo ayudó a que lo trasladaran a otro hospital, donde murió y los médicos lo revivieron, la manera en que abrieron de nuevo sus vasos capilares, a lo que siguió un coma de una semana, y finalmente vivir para contarla.
Pero la historia no termina allí. Este buen hombre dio un giro a su vida. Más de una persona le dijo: es imposible que estés vivo. Son demasiadas coincidencias. Tu vida tiene que tener un propósito: debes buscar a Dios. Y, en efecto, se dedicó a eso, a buscar a Dios: dejó los vicios, las mujeres, su vida se hizo otra. Empezó a ir a misa cada domingo. Pero se dijo: "Esto no me llena: no siento que de verdad me acerque a Dios", así que fue con los Testigos de Jehová, y tampoco. Fue de iglesia en Iglesia, hasta que una vez fue con su hijo a una iglesia cristiana. Entonces tuvo la experiencia que cambió su vida. Trataré de resumirla todavía más, a ver si resumiéndola mucho no la simplifico hasta ridiculizarla, pero simplemente yo no podría transmitirla con la fuerza con que él la cuenta.
Estaba en la iglesia, el pastor pide que se pongan de pie para orar. Todos cierran los ojos, por alguna razón a mitad de la oración él los abre, y ve que allí está El Salvador, a un lado del pastor, mirándolo mientras ora. El simple hecho de que me diga que la túnica de Jesús era de un color azul y blanca, muy intensa, como el cielo limpio y las nubes, hace que yo no crea en la experiencia. Teológicamente hablando es incorrecta: El Señor no usaría túnicas azules, pero bueno, volvamos a este buen hombre:
Él observaba al Señor, observando al pastor de la iglesia, y él deseaba que Jesús volteara hacia la congregación, que lo mirra a él, de frente, a él directamente. Pero no: cuando El Señor miró hacia la feligresía lo hizo mirando a todos, no a él, y entonces desapareció. Y ahora él está visitando las iglesias que puede tratando, de alguna manera, que Jesús lo mire directamente a él.
Yo no sé. No puedo creer en una experiencia de ese tipo, porque simplemente no concuerda con lo que las Escrituras hablan de la naturaleza de los seres exaltados y de su relación con nosotros, pero no pongo ni tantito en duda que este buen hombre de verdad cree lo que dice. Y más que hablar de cómo terminó el diálogo con este buen hombre, pienso en mí. En cuántas veces he sentido esa necesidad de que El Señor, de alguna manera, me mire a mí: de sentir que Dios vive, y que me ama. No lo sé, creo que es una necesidad en todo ser humano. Sin ir más lejos, de eso hablaba en el primer párrafo de esta entrada, ¿no? Yo no sé, querido descendiente: hijo, nieto, no sé quién eres tú, que me lees, pero sí te puedo decir una cosa: cuando he tenido hambre de estar cerca del Padre, solo hay dos maneras de hacerlo: 1. Leyendo las Escrituras, orando. Eso hace que Él me escuche y yo le escuche. Eso nos comunica. 2. Dando servicio a mis semejantes. Eso hace que uno pueda en verdad estar en comunión con Él.
Óscar Eduardo Pech Lara
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