ESTAR ACTUALIZADO CADA DIA
GENIAL RELATO DE ISABEL ALLENDE.
El sexo, según una escritora chilena,
sensible e inteligente.
Mi vida sexual comenzó temprano, más
o menos a los cinco años, en el kindergarten de las monjas ursulinas, en
Santiago de Chile. Supongo que hasta entonces había permanecido en el limbo de
la inocencia, pero no tengo recuerdos de aquella prístina edad anterior al
sexo. Mi primera experiencia consistió en tragarme casualmente una pequeña
muñeca de plástico. “Te crecerá adentro, te pondrás redonda y después te nacerá
un bebé” - me explicó mi mejor amiga, que acababa de tener un hermanito. ¡Un
hijo! Era lo último que deseaba.
Siguieron días terribles, me dio
fiebre, perdí el apetito, vomitaba. Mi amiga confirmó que los síntomas, eran
iguales a los de su mamá. Por fin una monja me obligó a confesar la
verdad. Estoy embarazada -admití hipando. Me vi cogida de un brazo y
llevada por el aire hasta la oficina de la Madre Superiora. Así comenzó mi
horror por las muñecas y mi curiosidad por ese asunto misterioso cuyo solo
nombre era impronunciable: sexo.
Las niñas de mi generación carecíamos
de instinto sexual, eso lo inventaron Master y Johnson mucho después. Sólo los
varones padecían de ese mal que podía conducirlos al infierno y que hacía de
ellos unos faunos en potencia durante todas sus vidas. Cuando una hacía alguna
pregunta escabrosa, había dos tipos de respuesta, según la madre que nos tocara
en suerte. La explicación tradicional era la cigüeña que venía de París y la
moderna era sobre flores y abejas. Mi madre era moderna, pero la relación entre
el polen y la muñeca en mi barriga me resultaba poco clara.
A los siete años me prepararon para
la Primera Comunión. Antes de recibir la hostia había que confesarse. Me
llevaron a la iglesia, me arrodillé detrás de una cortina de felpa negra y
traté de recordar mi lista de pecados, pero se me olvidaron todos. En medio de
la oscuridad y el olor a incienso escuché una voz con acento de Galicia. ¿Te
has tocado el cuerpo con las manos? Sí, padre. ¿A menudo, hija? Todos los
días... ¡Todos los días! ¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios, la
pureza es la mayor virtud de una niña, debes prometer que no lo harás más!
Prometí, claro, aunque no imaginaba cómo podría lavarme la cara o cepillarme
los dientes sin tocarme el cuerpo con las manos. (Este traumático episodio me
sirvió para 'Eva Luna', treinta y tantos años más tarde. Una nunca sabe para
qué se está entrenando).
Nací al sur del mundo, durante la
Segunda Guerra Mundial en el seno de una familia emancipada e intelectual en
algunos aspectos y casi paleolítica en otros. Me crié en el hogar de mis
abuelos, una casa estrafalaria donde deambulaban los fantasmas invocados por mi
abuela con su mesa de tres patas. Vivían allí dos tíos solteros, un poco
excéntricos, como casi todos los miembros de mi familia. Uno de ellos había
viajado a la India y le quedó el gusto por los asuntos de los fakires, andaba
apenas cubierto por un taparrabos recitando los 999 nombres de Dios en
sánscrito. El otro era un personaje adorable, peinado como Carlos Gardel y
amante apasionado de la lectura. (Ambos sirvieron de modelos - algo exagerados,
lo admito - para Jaime y Nicolás en 'La casa de los espíritus').
La casa estaba llena de libros, se
amontonaban por todas partes, crecían como una flora indomable, se reproducían
ante nuestros ojos. Nadie censuraba o guiaba mis lecturas y así leí al Marqués
de Sade, pero creo que era un texto muy avanzado para mi edad; el autor daba
por sabidas cosas que yo ignoraba por completo, me faltaban referencias
elementales.
El único hombre que había visto
desnudo era mi tío, el fakir, sentado en el patio contemplando la luna y me
sentí algo defraudada por ese pequeño apéndice que cabía holgadamente en mi
estuche de lápices de colores. ¿Tanto alboroto por eso?
A los once años yo vivía en Bolivia.
Mi madre se había casado con un diplomático, hombre de ideas avanzadas, que me
puso en un colegio mixto. Tardé meses en acostumbrarme a convivir con varones,
andaba siempre con las orejas rojas y me enamoraba todos los días de uno
diferente. Los muchachos eran unos salvajes cuyas actividades se limitaban al
fútbol y las peleas del recreo, pero mis compañeras estaban en la edad de
medirse el contorno del busto y anotar en una libreta los besos que recibían.
Había que especificar detalles: quién, dónde, cómo. Había algunas afortunadas
que podían escribir: 'Felipe, en el baño, con lengua.' Yo fingía que esas cosas
no me interesaban, me vestía de hombre y me trepaba a los árboles para
disimular que era casi enana y menos sexy que un pollo. En la clase de biología
nos enseñaban algo de anatomía y el proceso de fabricación de los bebés, pero
era muy difícil imaginarlo. Lo más atrevido que llegamos a ver en una
ilustración fue una madre amamantando a un recién nacido. De lo demás no
sabíamos nada y nunca nos mencionaron el placer, así es que el meollo del
asunto se nos escapaba: ¿por qué los adultos hacían esa cochinada?
La erección era un secreto bien
guardado por los muchachos, tal como la menstruación lo era por las niñas. La
literatura me parecía evasiva y yo no iba al cine, pero dudo que allí se
pudiera ver algo erótico en esa época.
Las relaciones con los muchachos
consistían en empujones, manotazos y recados de las amigas: dice el Keenan que
quiere darte un beso, dile que sí pero con los ojos cerrados, dice que ahora ya
no tiene ganas, dile que es un estúpido, dice que más estúpida eres tú y así
nos pasábamos todo el año escolar. La máxima intimidad consistía en masticar
por turnos el mismo chicle. Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso
Keenan, un pelirrojo a quien todas las niñas amábamos en secreto.
Me sacó sangre de narices, pero esa
mole pecosa y jadeante aplastándome contra las piedras del patio, es uno de los
recuerdos más excitantes de mi vida.
En otra ocasión me invitó a bailar en
una fiesta. A La Paz no había llegado el impacto del rock que empezaba a sacudir
al mundo, todavía nos arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby (¡Oh, Dios! ¿Era
eso la prehistoria?). Se bailaba abrazados, a veces chic-to-chic, pero yo era
tan diminuta que mi mejilla apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de
cualquier joven normal. Keenan me apretó un poco y sentí algo duro a la
altura del bolsillo de su pantalón y de mis costillas. Le di unos qolpecitos
con las puntas de los dedos y le pedí que se quitara las llaves, porque me
hacían daño. Salió corriendo y no regresó a la fiesta. Ahora, que conozco más
de la naturaleza humana, la única explicación que se me ocurre para su
comportamiento es que tal vez no eran las llaves.
En 1956 mi familia se había
trasladado al Líbano y yo había vuelto a un colegio de señoritas, esta vez a
una escuela inglesa cuálquiera, donde el sexo simplemente no existía, había
sido suprimido del universo por la flema británica y el celo de los
predicadores. Beirut era la perla del Medio Oriente. En esa ciudad se
depositaban las fortunas de los jeques, había sucursales de las tiendas de los
más famosos modistos y joyeros de Europa, los Cadillacs con ribetes de oro puro
circulaban en las calles junto a camellos y mulas.
Muchas mujeres ya no usaban velo y
algunas estudiantes se ponían pantalones, pero todavía existía esa firme línea
fronteriza que durante milenios separó a los sexos. La sensualidad impregnaba
el aire, flotaba como el olor a manteca de cordero, el calor del mediodía y el
canto del muecín convocando a la oración desde el alminar. El deseo, la lujuria,
lo prohibido...
Las niñas no salían solas y los niños
también debían cuidarse. Mi padrastro les entregó largos alfileres de sombrero
a mis hermanos, para que se defendieran de los pellizcos en la calle. En el
recreo del colegio pasaban de mano en mano foto-novelas editadas en la India
con traducción al francés, una versión muy manoseada de 'El amante de Lady
Chaterley' y pocket-books sobre orgías de Calígula. Mi padrastro tenía 'Las
'Mil y Una Noches' bajo llave en su armario, pero yo descubrí la manera de
abrir el mueble y leer a escondidas trozos de esos magníficos libros de cuero
rojo con letras de oro.
Me zambullí en el mundo sin retorno
de la fantasía, guiada por huríes de piel de leche, genios que habitaban en las
botellas y príncipes dotados de un inagotable entusiasmo para hacer el amor.
Todo lo que había a mi alrededor
invitaba a la sensualidad y mis hormonas estaban a punto de explotar como
granadas, pero en Beirut vivía prácticamente encerrada. Las niñas decentes no
hablaban siquiera con muchachos, a pesar de lo cual tuve un amigo, hijo de un
mercader de alfombras, que me visitaba para tomar Coca-Cola en la terraza. Era
tan rico, que tenía motoneta con chófer. Entre la vigilancia de mi madre y la
de su chófer, nunca tuvimos ocasión de estar solos.
Yo era plana, chata. Ahora no tiene
importancia, pero en los cincuenta eso era una tragedia, los senos eran
considerados la esencia de la feminidad. La moda se encargaba de resaltarlos:
sweater ceñido, cinturón ancho de elástico, faldas infladas con vuelos
almidonados. Una mujer pechugona tenía el futuro asegurado. Los modelos eran
Jane Mansfield, Gina Lollobrigida, Sofia Loren. Qué podía hacer una chica sin
pechos? Ponerse rellenos. Eran dos medias esferas de goma que a la menor
presión se hundían sin que una lo percibiera. Se volvían súbitamente cóncavos,
hasta que de pronto se escuchaba un terrible plop-plop y las gomas volvían a su
posición original, paralizando al pretendiente que estuviera cerca y sumiendo a
la usuaria en atroz humillación. También se desplazaban y podía quedar una
sobre el esternón y la otra bajo el brazo, o ambas flotando en la alberca
detrás de la nadadora. En 1958 el Líbano estaba amenazado por la guerra civil.
Después de la crisis del Canal de Suez se agudizaron las rivalidades entre los
sectores musulmanes, inspirados en la política panarábiga de Gamal Abder
Nasser, y el gobierno cristiano. El Presidente Camile Chamoun pidió ayuda a
Eisenhower y en julio desembarcó la VI Flota norteamericana. De los
portaaviones desembarcaron cientos de marines bien nutridos y ávidos de sexo.
Los padres redoblaron la vigilancia de sus hijas, pero era imposible evitar que
los jóvenes se encontraran. Me escapé del colegio para ir a bailar con los
yanquis. Experimenté la borrachera del pecado y del rockn'roll. Por primera vez
mi escaso tamaño resultaba ventajoso, porque con una sola mano los fornidos
marines podían lanzarme por el aire, darme dos vueltas sobre sus cabezas
rapadas y arrastrarme por el suelo al ritmo de la guitarra frenética de Elvis
Presley. Entre dos volteretas recibí el primer beso de mi carrera y su sabor a
cerveza y a Ketchup me duró dos años. Los disturbios en el Líbano obligaron a
mi padrastro a enviar a los niños de regreso a Chile. Otra vez viví en la casa
de mi abuelo.
A los quince años, cuando planeaba
meterme a monja para disimular que me quedaría solterona, un joven me
distinguió por allí abajo, sobre el dibujo de la alfombra, y me sonrió. Creo
que le divertía mi aspecto. Me colgué de su cintura y no lo solté hasta cinco
años después, cuando por fin aceptó casarse conmigo.La píldora anticonceptiva
ya se había inventado, pero en Chile todavía se hablaba de ella en susurros. Se
suponía que el sexo era para los hombres y el romance para las mujeres, ellos
debían seducirnos para que les diéramos la prueba de amor' y nosotras debíamos
resistir para llegar 'puras' al matrimonio, aunque dudo que muchas lo lograran.
No sé exactamente cómo tuve dos hijos. Y entonces sucedió lo que todos
esperábamos desde hacía varios años.
La ola de liberación de los sesenta
recorrió América del Sur y llegó hasta ese rincón al final del continente donde
yo vivía. Arte pop, mini-falda, droga, sexo, bikini y los Beattles. Todas
imitábamos a Brigitte Bardot, despeinada, con los labios hinchados y una
blusita miserable a punto de reventar bajo la presión de su feminidad.
De pronto un revés inesperado: se
acabaron las exuberantes divas francesas o italianas, la moda impuso a la
modelo inglesa Twiggy, una especie de hermafrodita famélico. Para entonces a mí
me habían salido pechugas, así es que de nuevo me encontré al lado opuesto del
estereotipo. Se hablaba de orgías, intercambio de parejas, pornografía. Sólo se
hablaba, yo nunca las vi. Los homosexuales salieron de la oscuridad, sin
embargo yo cumplí 28 años sin imaginar cómo lo hacen. Surgieron los movimientos
feministas y tres o cuatro mujeres nos sacamos el sostén, lo ensartamos en un
palo de escoba y salimos a desfilar, pero como nadie nos siguió, regresamos
abochornadas a nuestras casas. Florecieron los hippies y durante varios años
anduve vestida con harapos y abalorios de la India. Intenté fumar mariguana
pero después de aspirar seis cigarros sin volar ni un poco, comprendí que era
un esfuerzo inútil.
Paz y amor. Sobre todo amor libre,
aunque para mí llegaba tarde, porque estaba irremisiblemente casada. Mi primer
reportaje en la revista donde trabajaba fue un escándalo. Durante una cena en
casa de un renombrado político, alguien me felicitó por un artículo de humor
que había publicado y preguntó si no pensaba escribir algo en serio. Respondí
lo primero que me vino a la mente: sí, me gustaría entrevistar a una mujer
infiel. Hubo un silencio gélido en la mesa y luego la conversación derivó hacia
la comida. Pero a la hora del café la dueña de casa treinta y ocho años,
delgada, ejecutiva en una oficina gubernamental, traje Chanel - me llevó aparte
y me dijo que sí le juraba guardar el secreto de su identidad, ella aceptaba
ser entrevistada. Al día siguiente me presenté en su oficina con una grabadora.
Me contó que era infiel porque disponía de tiempo libre después de almuerzo,
porque el sexo era bueno para el ánimo, la salud y la propia estima y porque
los hombres no estaban tan mal, después de todo. Es decir, por las mismas
razones de tantos maridos infieles, posiblemente el suyo entre ellos. No estaba
enamorada, no sufría ninguna culpa, mantenía una discreta garçonière que
compartía con dos amigas tan liberadas cómo ella. Mi conclusión, después de un
simple cálculo matemático, fue que las mujeres son tan infieles como los
hombres, porque si no ¿con quién lo hacen ellos? No puede ser solo entre ellos
o todos siempre con el mismo puñado de voluntarias. Nadie perdonó el reportaje,
como tal vez lo hubieran hecho si la entrevistada tuviera un marido en silla de
ruedas y un amante desesperado.
El placer sin culpa ni excusas
resultaba inaceptable en una mujer. A la revista llegaron cientos de cartas
insultándonos. Aterrada, la directora me ordenó escribir un artículo sobre 'la
mujer fiel'. Todavía estoy buscando una que lo sea por buenas razones. Eran
tiempos de desconcierto y confusión para las mujeres de mi edad. Leíamos el
Informe Kinsey, el Kamasutra y los libros de las feministas norteamericanas,
pero no lográbamos sacudirnos la moralina en que nos habían criado. Los hombres
todavía exigían lo que no estaba dispuestos a ofrecer, es decir, que sus novias
fueran vírgenes y sus esposas castas.
Las parejas entraron en crisis, casi
todas mis amistades se separaron. En Chile no hay divorcio, lo cual facilita
las cosas, porque la gente se separa y se junta sin trámites burocráticos. Yo
tenía un buen matrimonio y drenaba la mayor parte de mis inquietudes en mi
trabajo. Mientras en la casa actuaba como madre y esposa abnegada, en la
revista y en mi programa de televisión aprovechaba cualquier excusa para hacer
en público lo que no me atrevía a hacer en privado, por ejemplo, disfrazarme de
corista, con plumas de avestruz en el trasero y una esmeralda de vidrio pegada
en el ombligo.
En 1975 mi familia y yo abandonamos
Chile, porque no podíamos seguir viviendo bajo la dictadura del General
Pinochet. El apogeo de la liberación sexual nos sorprendió en Venezuela, un
país cálido, donde la sensualidad se expresa sin subterfugios. En las playas se
ven machos bigotudos con unos bikinis diseñados para resaltar lo que contienen.
Las mujeres más hermosas del mundo (ganan todos los concursos de belleza),
caminan por la calle buscando guerra, al son de una música secreta que llevan
en las caderas. En la primera mitad de los 80 no se podía ver ninguna película,
excepto las de Walt Disney, sin que aparecieran por lo menos dos criaturas
copulando. Hasta en los documentales científicos había amebas o pingüinos que
lo hacían. Fui con mi madre a ver 'El Imperio de los Sentidos' y no se inmutó.
Mi padrastro les prestaba sus famosos libros eróticos a los nietos, porque
resultaban de una ingenuidad conmovedora comparados con cualquier revista que
podían comprar en los kioskos. Había que estudiar mucho para salir airosa de
las preguntas de los hijos (mamá ¿qué es pedofilia?) y fingir naturalidad
cuando las criaturas inflaban condones y los colgaban como globos en las
fiestas de cumpleaños.
Ordenando el closet de mi hijo
adolescente encontré un libro forrado en papel marrón y con mi larga
experiencia adiviné el contenido antes de abrirlo. No me equivoqué, era uno de
esos modernos manuales que se cambian en el colegio por estampas de
futbolistas. Al ver a dos amantes frotándose con mousse de salmón me di cuenta
de todo lo que me había perdido en la vida. ¡Tantos años cocinando y desconocía
los múltiples usos del salmón! ¿En que habíamos estado mi marido y yo durante
todo ese tiempo? Ni siquiera teníamos un espejo en el techo del dormitorio.
Decidimos ponernos al día, pero después de algunas contorsiones muy peligrosas
- como comprobamos más tarde en las radiografías de columna - amanecimos
echándonos linimento en las articulaciones, en vez de mousse en el punto G.
Cuando mi hija Paula terminó el colegio entró a estudiar Psicología con
especialización en sexualidad humana. Le advertí que era una imprudencia, que
su vocación no sería bien comprendida, no estábamos en Suecia. Pero ella
insistió. Paula tenia un novio siciliano cuyos planes eran casarse por la
iglesia y engendrar muchos hijos, una vez que ella aprendiera a cocinar pasta.
Físicamente mi hija engañaba a cualquiera, parecía una virgen de Murillo,
grácil, dulce, de pelo largo y ojos lánguidos, nadie imaginaría que era experta
en esas cosas. En medio del Seminario de Sexualidad yo hice un viaje a Holanda
y ella me llamó por teléfono para pedirme que le trajera cierto material de
estudio. Tuve que ir con una lista en la mano a una tienda en Amsterdam y
comprar unos artefactos de goma rosada en forma de plátanos. Eso no fue lo más
bochornoso. Lo peor fue cuando en la aduana de Caracas me abrieron la maleta y
tuve que explicar que no eran para mí, sino para mi hija.
Paula empezó a circular por todas
partes con una maleta de juguetes pornográficos y el siciliano perdió la
paciencia. Su argumento me pareció razonable: no estaba dispuesto a soportar
que su novia anduviera midiéndole los orgasmos a otras personas.Mientras
duraron los cursos, en casa vimos videos con todas las combinaciones posibles:
mujeres con burros, parapléjicos con sordomudas, tres chinas y un anciano, etc.
Venían a tomar el té transexuales, lesbianas, necrofílicos, onanistas, y
mientras la virgen de Murillo ofrecía pastelitos, yo aprendía cómo los
cirujanos convierten a un hombre en mujer mediante un trozo de tripa.
La verdad es que pasé años
preparándome para cuando nacieran mis nietos. Compré botas con tacones de
estilete, látigos de siete puntas, muñecas infladas con orificios practicables
y bálsamos afrodisiacos, aprendí de memoria las posiciones sagradas del
erotismo hindú y cuando empezaba a entrenar al perro para fotos artísticas,
apareció el Sida y la liberación sexual se fue al diablo.
En menos de un año todo cambió. Mi
hijo Nicolás ya se cortó los mechones verdes que coronaban su cabeza, se quitó
sus catorce alfileres de las orejas y decidió que era más sano vivir en pareja
monogámica. Paula abandonó la sexología, porque parece que ya no era rentable,
y en cambio se propuso hacer una maestría en educación cognoscitiva y aprender
a cocinar pasta con la esperanza de encontrar otro novio. Lo encontró, se
casaron y luego vino la muerte y se la llevó, pero esa es otra historia. Yo
compré ositos de peluche para los futuros nietos, me comí la mousse de salmón y
ahora cuido mis flores y mis abejas.
Isabel Allende
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