Cierta
vez, en la ciudad de Becharre, vivía un amable príncipe, querido y honrado
por todos sus súbditos.
Pero
había un hombre, excesivamente pobre, que se mostraba amargo con el
príncipe y movía continuamente su lengua, pestilente en sus censuras.
El
príncipe lo sabía. Pero era paciente.
Por
fin decidió considerar el caso. Y, una noche de invierno, un siervo del
príncipe llamó a la puerta del hombre, cargando un saco de harina de trigo,
un paquete de jabón y uno de azúcar.
-El
príncipe te envía estos regalos como recuerdo -dijo el siervo.
Y el
hombre se regocijó, pues creyó que las dádivas eran un homenaje del
príncipe. Y, en su orgullo, fue en busca del obispo y le contó lo que el
príncipe había hecho, agregando:
-¿No
ve cómo el príncipe desea mi amistad?
-Pero
el obispo respondió:
-¡Oh!
Qué príncipe sabio y qué poco comprendes. Él habla por símbolos. La harina
es para tu estómago vacío, el jabón para tu sucia piel y el azúcar para
endulzar tu amarga lengua.
Desde
aquel día en adelante, el hombre sintió vergüenza hasta de sí mismo, y su
odio al príncipe se hizo mayor que nunca. Pero, a quien más odiaba era al
obispo que interpretó la dádiva del príncipe.
Sin
embargo, desde entonces guardó silencio.
FIN
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