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ASÍ ESCRIBÍA NIETZSCHE
EL SIGLO PASADO:
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«Sigue en tu puesto», así había dicho el
filósofo a su acompañante, «ya que puedes abrigar esperanzas. Efectivamente,
cada vez resulta más claro que no tenemos instituciones de cultura, pero que debemos tenerlas. Nuestros institutos de bachillerato, predestinados por su naturaleza a ese
objetivo elevado, o se han convertido en lugares en que se cultiva una cultura
peligrosa, que rechaza
con odio profundo
la educación auténtica,
o sea, aristocrática, basada en
una selección sabia de los ingenios, o bien cultivan una erudición micrológica
y estéril, que en cualquier caso permanece alejada de la educación, y cuyo mérito consista quizás en tapar por lo menos ojos y oídos contra las
tentaciones de esa cultura equívoca.» El filósofo había llamado la atención
de su acompañante por encima de todo sobre la singular degeneración que debe
haber entrado hasta lo más profundo de una cultura, si
el Estado puede creer que domina
a esta última, si a través de dicha cultura puede alcanzar
fines políticos, si dicho Estado puede combatir, aliado a ella, contra otras fuerzas
hostiles y, al mismo tiempo, contra el espíritu que el filósofo había osado
llamar «verdaderamente alemán»…
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»Por mi parte,
conozco una sola antítesis auténtica, la existente entre instituciones para la cultura e instituciones para las necesidades de la vida. A la segunda especie pertenecen todas las
instituciones presentes; en cambio, la primera especie es aquella de la que
estoy hablando yo».
Podían haber
transcurrido unas dos horas desde el momento en que los dos amigos filósofos
habían iniciado su coloquio sobre cuestiones tan singulares. Entre tanto, había descendido la
noche: si ya en
el crepúsculo la voz del
filósofo había resonado en la espesura del
bosque como una música
natural, en la completa
oscuridad de la noche, cuando hablaba con excitación, o incluso con
pasión, el sonido de su voz se quebraba –a través de los troncos de los árboles
y de las rocas que se perdían abajo en el valle- en mil tonos, estallidos y
silbidos. De repente, enmudeció; apenas
había acabado de repetir, con actitud casi compasiva: «¡No tenemos ninguna
institución de cultura, no tenemos ninguna institución de cultura!», cuando
algo, tal vez una piña de abeto, cayó justo delante de él, mientras el perro del
filósofo se arrojaba encima ladrando. Al verse interrumpido de ese modo,
el filósofo alzó la cabeza y sintió a un tiempo la noche, el frescor, la
soledad. «Pero, ¿qué hacemos aquí?», dijo a su acompañante. «Ya ha oscurecido. Hemos esperado tanto tiempo
inútilmente. Ya sabes a quién
esperábamos aquí: pero ahora ya no vendrá nadie.
Hemos esperado
tanto tiempo inútilmente: vayámonos.» Ahora, ilustres
oyentes, debo comunicaros las
impresiones experimentadas por mí y por mi amigo, mientras seguíamos desde
nuestro escondrijo, escuchando ávidamente aquel
coloquio claramente perceptible.
Ya os he contado que
en aquel lugar y en aquella hora de la noche éramos conscientes de estar
celebrando solemnemente un aniversario: dicho aniversario no se refería a otra
cosa que a los frutos.
PARA CONTINUAR LEYENDO
SOBRE EL PORVENIR DE
NUESTRAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS
Friedrich Nietzsche
Cuarta conferencia
Traducción de Carlos Manzano
publicada por Tusquets, Barcelona, septiembre de 2000, pp. 113-140
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